50 años de la muerte de Juan XXIII
Un inolvidable Papa, humilde, generoso y sencillo
En los 50 años de la muerte de Juan XXIII
Roncalli visitó dos veces España, haciendo el Camino de Santiago en 1954
José Luis González Balado, 03 de junio de 2013 a las 07:29
(
José L. González Balado).- Desde que, hace casi tres meses, recibí la invitación de evocar la figura a la vez entrañable, gigantesca y sencilla de
Juan XXIII,
no he dejado de sentirme humana y espiritualmente muy pequeño. Desde la
tarde-noche del 28 de octubre de 1958 en que lo vi por primera vez,
llevo en el alma la imagen de quien hasta entonces se llamara
Angelo G. Roncalli, y desde entonces empezó a ser estimado y querido como Juan XXIII, bajo el apelativo de Papa Bueno.
Bien sabéis que
la tarde-noche del 28 de octubre de 1958 fue
cuando tuvo lugar su presentación al mundo, desde el balcón central de
la Basílica de San Pedro. Acababa de ser elegido Papa con sorpresa de
los hombres, pero no de la Otra Parte. (Otra Parte lo he escrito con
mayúsculas. Huelga explicar a Quién me refiero).
Iba a ser, en aproximada contabilización,
el sucesor número 260
en la cadena inaugurada por un humilde Pescador de Galilea llamado
Pedro. Una cadena entre cuyos eslabones había habido de todo. Hasta, en
varios casos, escasa legitimidad. En no pocos, ejemplaridad también
escasa.
Era el espléndido oscurecer de un otoño romano musicado por Vivaldi
en sus Cuatro Estaciones. Una veintena de días antes había fallecido Pío
XII. En Italia dicen, y en Roma más, que morto un Papa se ne fa
un'altro. Algo que traduce nuestro irreverente A rey muerto, rey puesto.
Algo que aquí suena triste: el paso a la otra vida del gran
Pío XII había tenido contornos infelices.
Uno, entonces 53 años más joven, ejercía en la capital de Italia como
becario de periodismo.
Lo cual le brindó la oportunidad de vivir, o presenciar, anécdotas que
sigue recordando con la vivacidad con que se presencia y vive lo
relacionado con la propia juventud. Una anécdota relacionada, en este
caso, con la muerte del Papa Eugenio Pacelli.
Aunque con relación a él y a su vida se guardaron más secretos que
con relación a todos los Papas que le sucedieron -por orden: Juan XXIII,
Pablo VI, Juan Pablo I (el inolvidable Papa Luciani de los 33 días),
Juan Pablo II y el actual, Benedicto XVI-, hubo un secreto que no se
guardó: el de que, a pesar de que no habían trascendido noticias
relacionadas con su ya debilísima salud, llegó un momento en que se
supo, por lo menos en los ambientes periodísticos, que estaba moribundo.
Pío XII había pasado el verano en la Villa de Castelgandolfo.
Afectado por una extrema debilidad, allí seguía a primeros de octubre de
1958. Y como la delicadeza de salud de un Papa que había pasado por
estar siempre bien aunque no lo estuviese era noticia casi trascendente,
informadores italianos y corresponsales extranjeros estaban
-¡estábamos!- pendientes de si algo grave pudiera ocurrir.
Eran tiempos en que no existían Internet ni teléfonos móviles. Las
exclusivas periodísticas eran más difíciles de conseguir, por más
escasas. Pero no se apetecían menos que en estos tiempos en que las
noticias se propagan por el mundo en cuestión de instantes.
Mientras Pío XII se debatía entre la vida y la muerte en una habitación de la pontificia Villa de
Castelgandolfo,
un grupo de periodistas italianos y extranjeros estaban apostados en
las proximidades, desde un punto en que se divisaba la habitación del
Papa moribundo. Entre los periodistas reinaba un clima de silente
rivalidad, deseoso cada uno de ser el primero en dar la noticia que...
¡se temía!
Se llegaría a descubrir, cuando Pío XII ya estaba bajo tierra, el
acuerdo a que había llegado el corresponsal de la más importante agencia
italiana de información con una de las pocas personas que tenían acceso
a la habitación del Papa moribundo. El secreto acuerdo preveía que, en
el instante en que Pío XII expirase, de la habitación del Augusto
Moribundo partiría una
contraseña que no dejase lugar a la menor duda.
Ocurrió, una mañana de aquellas, que una persona de confianza que
velaba en una habitación contigua a la del Papa moribundo preguntó a los
demás que también velaban si tenían inconveniente en que se hiciese
filtrar un poco de aire fresco para descontaminar la atmósfera. Ante el
silencio de los demás,
abrió una ventana y entró el aire fresco.
El gesto se percibió por los informadores que espiaban la situación.
Viendo en la ventana entreabierta la contraseña pactada con su
amigo-cómplice, el informador italiano corrió a llamar por teléfono
desde una cabina a sus servicios centrales, que lanzaron de inmediato la
exclusiva mundial de que
"¡había muerto el Papa Pío XII!".
No sé qué ocurrió en otras áreas del mundo, sí lo que ocurrió en
Roma: en seguida se oyeron por las calles vendedores ambulantes de
periódicos anunciando la cabecera del más importante, destacando que
"con la muerte del Santo Padre". Había ocurrido lo que por entonces (y
acaso también ahora) ocurría con los periódicos ávidos de vender: el
puesto a la venta, confeccionado con anterioridad, se había actualizado
con el simple notición de que acababa de morir el Santo Padre Pío XII.
La cosa duró menos de una hora. Al darse cuenta de la
falsedad de
la noticia, el Vaticano llamó alarmado a los principales focos capaces
de desmentir una muerte que aún no se había producido. Pero tardó días
en saberse el origen de la falsa noticia.
Como Pío XII estaba grave,
dos días más tarde se produjo una muerte que ya no pudo ser desmentida.
Sólo hubo una infausta anécdota que hizo más triste su desaparición. Lo
previsto era que el féretro del Pastor Angélico permaneciese varios
días expuesto a la veneración de los fieles. Para ello fue embalsamado
por el arquiatra Galeazzi-Lisi, generosamente apreciado por su
Pontificio Paciente, aunque pronto caería en desprestigio. Galeazzi-Lisi
quiso experimentar con el cuerpo de su Augusto Paciente una técnica
novedosa de embalsamamiento. Consecuencia de ello fue un dramático
deterioro de los restos humanos de Pío XII. Tanto que, en lugar de
prolongar el espacio para su veneración, hubo de procederse a su casi
inmediato sepelio.
Enterrado Pío XII, en seguida empezaron a circular unos difíciles p
ronósticos para su sucesión.
Por entonces los cardenales eran pocos y muy poco conocidos: 52 frente a
los en torno a 200 que suele haber en la actualidad. (Por cierto, fue
Juan XXIII el que rompió el tope máximo y nunca hasta entonces alcanzado
de 70 fijado en 1586 por Sixto V). Lo que se enfatizaba por no pocos
era la imposibilidad de encontrar un sucesor digno del Papa difunto.
A la hora de concretar pronósticos, emergían dos nombres de cardenales: el del armeno
Gregorio Agagianian,
prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, y el del italiano,
Arzobispo de Génova, Giuseppe Siri. De éste, que era el más joven del
colegio cardenalicio con sus 50 años escasos, se decía que hubiera sido
el preferido de Pío XII, aunque Agagianian resultaba más convincente y
querido
por su carácter dulce y por su humanidad.
Los cardenales españoles en aquel momento eran cuatro, todos
arzobispos residenciales: Enrique Pla y Deniel, de Toledo; José María
Bueno y Monreal, de Sevilla; Benjamín de Arriba y Castro, de Tarragona; y
Fernando Quiroga y Palacios, de Compostela. Ninguno de los
cuatro figuraba entre los candidatos a la sucesión. De los dos últimos
se conjeturó que posiblemente hubieran votado por el que resultó
elegido. La conjetura se basaba en que, habiendo sido compañeros suyos
de hornada cardenalicia (29 de noviembre de 1952), los acomunó una
contingencia más política que canónica: mientras a los demás compañeros
de promoción les impuso el "birrete cardenalicio" Pío XII, a los dos
españoles se lo quiso imponer, apoyándose en un privilegio
concordatario, el "por la gracia de Dios Caudillo de España"; victorioso
en una Guerra mal llamada Civil. (Saben a quién me refiero). A Angelo
Roncalli, nuncio en Francia cuando le llegó el cardenalato, se lo impuso
el presidente Vincent Auriol, que aun no siendo católico, era
considerado un "socialista honesto", y fue siempre buen amigo de Angelo
Giuseppe Roncalli.
Como el privilegio de Auriol y de Franco se
limitaba a la imposición del "birrete", los arzobispos de Venecia, de
Tarragona y de Compostela vieron completada la investidura un año más
tarde, cuando recibieron el cappello cardenalicio de Pío XII.
La
circunstancia dio ocasión a Quiroga y Palacios para invitar a Angelo
Giuseppe Roncalli para el Año Jacobeo en perspectiva para el año 1954.
Roncalli ya había visitado España en abril de 1950, al regreso de un viaje pastoral a Argelia.
Su condición de nuncio apostólico en Francia alargaba su
responsabilidad al supuesto "territorio metropolitano" del Norte de
África. Por dicha responsabilidad se había trasladado en barco de
Marsella a Orán. El regreso lo hizo en coche, entrando por Algeciras y
visitando, de paso y deprisa, algunas localidades y santuarios de
Córdoba, Granada, Sevilla, Toledo, Madrid, El Escorial y Burgos, hasta
su salida por Figueras.
Si hubiera espacio suficiente, se evocaría aquí el diario que el
entonces Nuncio Apostólico en Francia trazó de aquella su primera
visita a España. Sí evocaremos el que trazó del segundo viaje, realizado
en julio de 1954, cuando era ya cardenal-patriarca de Venecia. Lo
veremos acompañado de un joven eclesiástico donostiarra, don
José Sebastián Laboa.
Roncalli y Laboa se encontraron a mediados de julio de 1954 en San
Sebastián, procedente el ya Cardenal-Patriarca de Venecia de una
peregrinación a Lourdes. El clérigo donostiarra lo acogió y acompañó en
su recorrido-peregrinacional con la generosidad que se merecía un
ministro de la religión de tan bondadosa y ejemplar sencillez. Un
recorrido por España que, por gusto de ambos, hubiera sido más largo.
Así lo registra el diario autógrafo del futuro Papa que conocemos por
generosidad de su secretario
Loris F. Capovilla:
San Sebastián, 15 de julio de 1954: Cruzar de Francia a España
me ha resultado muy fácil. El paisaje francés, espléndido. En San
Sebastián me sentí rodeado del máximo respeto. En la de don José
Sebastián Laboa pude admirar a la típica familia católica española. Su
padre, su tío, con sus respectivas esposas, hijos e hijas, más una tía:
en todos constaté la coincidencia en un modo religioso de pensar y de
sentir.
Viernes 16: No podía encontrar ambiente más acogedor que el
que me ofreció la familia de don Laboa. Allí celebré la santa misa a
las 8. Pude disponerme bien para la festividad de Nuestra Señora del
Carmen, evocando mi ordenación sacerdotal en Roma el 10 de agosto de
1904. A las 10, tras confesarme, fui a visitar el antiquísimo Santo
Cristo de Lezo. Fui objeto de una calurosa acogida popular por las
buenas gentes. De allí pasé a Añorga, donde se estaba celebrando Nuestra
Señora del Carmen, un raro ejemplo de la aplicación de las enseñanzas
papales sobre la fraternidad entre patronos y trabajadores. Almuerzo en
casa, a las dos de la tarde, a la sombra de una parra con el Obispo
monseñor Jaime Font y Andreu..., en compañía de miembros de la familia
Laboa. Luego visité el obispado, y el nuevo hermoso seminario.
Sábado 17 de julio: Descansé muy bien por la noche. Visitas a
Azpeitia y Loyola. Paisaje parecido al de los valles bergamascos, aunque
algo más abierto. ¡Cuántos niños en la iglesia! Daban la impresión de
ser hijos de buenas familias con madres santas. En Loyola, acogida
festiva por parte de profesores y alumnos. Les hablé con gusto de los
jesuitas bergamascos. Impresiones muy positivas por una y otra parte. La
casa de San Ignacio, con la capilla interesantísima, devota, artística.
Acaso rica en exceso, pero se trata del Fundador y Padre. Regresamos
por la carretera que bordea el mar. Almuerzo ofrecido por el gobernador
en el Monte Igueldo, colina deliciosa desde donde se disfruta de una
visión completa de San Sebastián. Estaba también el señor Obispo, en
todo momento acogedor y amable. Al bajar visité en el Museo de San Telmo
las maravillosas pinturas del artista catalán Josep María Sert y la
nueva catedral.
Domingo 18 de julio: Me ofrecieron y acepté de buen grado
celebrar la misa en la parroquia de San Juan Bautista de Pasajes. La
iglesia estaba abarrotada de fieles, con coro y órgano animando la
asamblea. Todos daban muestras de sentirse rebosantes de gozo íntimo.
Las comuniones fueron numerosísimas. Dirigí la palabra en italiano,
doblado frase por frase por don Laboa. Todos parecían llenos de alegría.
Luego salimos para Javier con parada en Pamplona. ¡Qué hermosura de
catedral, digna de la capital de Navarra, con su claustro gótico, uno de
los más hermosos que conozco...Bajando desde Pamplona, el paisaje se
parece al de Grecia y Turquía. Pero ¡el castillo de Javier, tan bien
construido, con sus memorias, con el colegio de los jesuitas al lado...!
¡Qué emoción para mí!. Al regreso pasamos por el Valle del Roncal, con
un paisaje verde como el de Valle Imagna. Un pueblo limpio, un párroco
muy bueno.
Lunes 19 de julio: La peregrinación de ayer a Javier me gustó
mucho, pero me dejó algo cansado... Al regreso me enteré de que, ayer a
las 15 horas, una hermana de don José Sebastián Laboa había dado a luz
una niña. Me pidieron que la bautizase. ¿Cómo me iba a negar? ¡Los
padres han sido tan amables conmigo! No cabía de mi parte un signo más
claro de gratitud. De manera que bauticé a esta María Luisa Sanz en la
parroquia, con toda sencillez y con toda complacencia por parte del
Señor Obispo que quiso que hiciese uso de su mitra. Tras bendecir de tal
suerte a la Familia Laboa, salimos con dirección a Bilbao. España me
resulta cada vez más hermosa. A las 14, en el recogidísimo y noble
santuario de Begoña, cumplimos con nuestras devociones. Almorzamos allí
al lado en la Casa de Ejercicios. Luego proseguimos hacia Comillas, la
gran Universidad de los jesuitas en la provincia de Santander. Lugar
hermoso, edificio impresionante. Los jesuitas, muy amables y cordiales.
Martes 20 de julio: Por desgracia, hoy en Comillas, alojado
en las habitaciones reservadas para el nuncio en España, he pasado un
mal día. Alguna comida un poco indigesta de estos días y un poco de frío
indispusieron gravemente mi estómago. Sólo logré sentir un ligero
alivio gracias a un poco de sulfato di soda que llevaba consigo uno de
los acompañantes. A duras penas logré celebrar la santa misa, pero hube
de guardar cama todo el día, igual que me había ocurrido en Madrid en
abril de 1950. Temeroso por el éxito de mi peregrinación, invoqué a San
José y a Santiago, y logré dormir desde las 23 hasta la 1.30 y desde la
una y media hasta las seis de la mañana, hora fijada para levantarnos.
Hice mis tareas a toda prisa y a las 7 me volví a poner en marcha.
Miércoles 21 de julio: A las 10 celebré la santa misa en
Covadonga, en la cueva de Nuestra Señora. ¡Qué horas más hermosas pasé
en este lugar sagrado del patriotismo español desde el ano 737!
Hospitalidad señorial en las habitaciones del Obispo de Oviedo, igual
que en Begoña, en las del Obispo de Bilbao... Recepción feliz en el
seminario con cantos, a los que correspondí largamente... ¡Covadonga, un
nombre inolvidable! Desde allí proseguimos para Oviedo visitando la
magnífica catedral. De Oviedo proseguimos hacia Gijón, donde la
hospitalidad fue sumamente cortés. También aquí se me brindó acogida en
las habitaciones del Obispo. ¡Nada que ver con las pobres habitaciones
de Venecia!
Jueves 22 de julio: Gijón, Mondoñedo, Lugo, Santiago: tal fue
el recorrido de seis horas aproximadamente. Nos paramos en Mondoñedo,
sede episcopal donde el Obispo nos acogió muy bien. Después de comer nos
acompañó hasta el nuevo seminario y el Santuario de Nuestra Señora de
los Remedios. Seguimos luego para Lugo, donde visité la catedral,
hermosa sin duda pero algo recargada de barroco. Visité al Obispo,
aquejado de un fuerte reumatismo. Hacia las 20, llegada felicísima a
Santiago, donde en seguida cumplí el "voto" de abrazar al Apóstol...
Les confieso, mis queridos amigos, que me hubiera sentido tentado de
introducir en este punto mis reflexiones sobre el mérito impagable que
contrajo el inolvidable Juan XXIII hacia España habiendo sido su más
digno y devoto visitante, en este país al que tanto le han interesado y
siguen interesando, por bien otras razones, los turistas. Déjenme
confesarles, y si les parece exagerado perdónenme, mi impresión de que
los españoles nos hemos caracterizado a menudo más de papólatras que de
sinceramente amantes de los Papas más dignos.
Mi convicción es la de
que no hemos profesado el reconocimiento de justicia a dos de los
mejores Papas del siglo pasado y de la historia. Me refiero a Juan
XXIII y a Pablo VI. Un Juan XXIII por antonomasia bueno, sencillo y
evangélico. Un Pablo VI culto, recto, paciente y fiel al legado de su
Predecesor. Un Pablo VI Montini que fue mal visto, casi calumniado, por
un Régimen y hasta por algunos eclesiásticos incapaces de comprender su
rectitud, su profunda cultura y su sana modernidad.
Oyentes amigos: perdonen el desorden de la narración. Que sobre todo
me perdone el Beato -para mí, y no dudo de que para ustedes, Santo- Juan
XXIII. Volvamos al
diario de su segundo viaje-peregrinación por España en julio de 1954.
Peregrinación sí, porque 1954, antes y más que Jubileo Jacobeo, era y
fue Año Santo Mariano. De hecho, el Cardenal-Patriarca de Venecia,
camino de España, había parado y orado (¡no era la primera vez!) en la
Basílica de Lourdes, al frente de una peregrinación veneciana.
Su diario nos sigue haciendo percibir los latidos sensibles de su
alma en un devoto recorrido que tocó San Sebastián, Pasajes, Azpeitia,
Loyola, Javier, Pamplona, Bilbao, Begoña, Santander, Comillas,
Covadonga, Oviedo, Gijón, Mondoñedo, Lugo, Santiago de Compostela,
Astorga, León, Salamanca, Valladolid, Ávila, Alba de Tormes, Soria,
Zaragoza, Lérida, Barcelona y Montserrat... Sigámosle, pues, con
respetuosa devoción:
Viernes 23 de julio: Por fin, ya he llegado a
Santiago de Compostela.
Cordialísimo y feliz el Cardenal Quiroga. Celebré la santa misa en el
altar mayor, rico y extremadamente barroco. Cumplí mis prácticas de
piedad. Más tarde acompañé al Cardenal en la recepción al Arzobispo
Maurice Feltin, que presidía una peregrinación parisina. Luego
presenciamos los giros del enorme botafumeiro. Almuerzo en atmósfera
cordial con el cardenal arzobispo. Dediqué la tarde a una pausada visita
al complejo monumental de la Basílica de Santiago y alrededores. ¡Qué
maravilla! ¡Cuánta riqueza! Por la noche cené con el Cardenal Feltin en
una residencia del Opus Dei, institución para mí nueva, interesante y
ejemplar.
Sábado, 24 de julio: Víspera del Apóstol Santiago. Muy de
mañana, santa misa del Apóstol en la cripta. Despedidas y arranque. A
mediodía en Astorga, una pequeña ciudad. Catedral bellísima y rica.
Palacio episcopal curioso, aspecto de castillo español. Monseñor Jesús
Mérida, un Obispo muy digno y sólido. Clero reunido en el seminario para
hacer ejercicios espirituales. Fieles "sólidos" como el Obispo, autor
de hermosas cartas pastorales que me ofreció en recuerdo. Proseguimos
luego hacia León, la Septima Legio de Augusto. Magnífica catedral gótica
de estilo francés, síntesis de las de Reims y Amiens. Posiblemente la
más hermosa de España. El Obispo, monseñor Almarcha, muy bueno y
acogedor, con el que tuve la oportunidad de razonar largamente. Aquí,
como en toda España, diócesis extensas y ricas en iglesias, sacerdotes y
fervorosas. Ya tarde, llegada a Salamanca.
Domingo, 25 de julio: Alojamiento, en Salamanca, en una
residencia del Opus Dei. Celebro la santa misa en la capilla. Asisten
numerosos jóvenes con respeto y fervor. El director es amigo de don
Laboa. El Obispo, un dominico llamado Francisco Barbado y Viejo, se
muestra extremadamente amable. Muy interesantes también sus dos
catedrales, tanto la nueva como la antigua. En compañía del Obispo, que
quiso que comiéramos con él, visitamos con vivo interés y emoción los
lugares principales: la plaza mayor, la Casa de las Conchas, el
seminario, la Clerecía en otros tiempos de los jesuitas; San Esteban, de
los dominicos; cada uno de los institutos e iglesias históricas, junto
con renombrados y conmovedores recuerdos. Valdría la pena poder regresar
con calma. El Obispo nos acompañó hasta Alba de Tormes, donde veneramos
el
cuerpo de Santa Teresa, que allí falleció. Seguimos hacia Ávila, pero no pudimos visitar más que el interesantísimo Convento de la Encarnación.
Valladolid, lunes, 26 de julio: Llegamos aquí ayer noche, ya
tarde. Huéspedes del arzobispo monseñor José García Galdaraz. Ciudad
característica, pero archidiócesis pequeña. El prelado es muy sencillo y
tratable. Celebré la santa misa en la iglesia votiva del Sagrado
Corazón. La catedral no vale mucho. Me resultó del máximo interés la
visita al Museo de Arte Español en el antiguo Colegio de San Gregorio.
Retomado el viaje, con una brevísima parada en Soria, en el convento de
los Frailes Menores, llegamos a Zaragoza bien entrada ya la noche.
Martes, 27 de julio: Zaragoza, ¡qué maravilla y qué riquezas
aquí también, tanto en el Pilar como en la catedral! Cosas
sorprendentes, que sobrepasan toda imaginación... Retomado el viaje, nos
detenemos en Lérida, a las puertas de Cataluña, donde el Obispo nos
dispensó, en el seminario donde él mismo reside, la acogida más
generosa. Allí tuve ocasión de escuchar muchas cosas sobre la
persecución que se cebó en particular con el clero. Al atardecer
llegamos a Montserrat, donde numerosísimos romeros se sumaron al Abad
para acoger al Patriarca de Venecia. ¡Oh, Montserrat! ¡Un paraíso
auténtico de belleza y de paz!
Miércoles, 28 de julio: Montserrat. En el apartamento del
Abad, D. Aurelio M. Escarré, pude percatarme de la riqueza y de la
importancia extraordinaria de este Monasterio, una auténtica maravilla
para la vista. Un lugar de oración, de estudio, de arte, de gloria de
España. Disfruté de una cortesía sin igual, digna conclusión de todo lo
que se me ha hecho disfrutar en el curso de esta peregrinación por
España. Desde allí hicimos una rápida escapada a Manresa, la famosa
gruta de San Ignacio, y bajé hasta Barcelona, adonde vino a vernos el
Arzobispo monseñor Gregorio Modrego y Casaus, que me guió en la visita
de su hermosa catedral. Y ya me dirigí hacia la frontera por Le Portús,
en el límite entre Francia y España...
Gracias, queridos amigos, por vuestra paciencia. Gracias, Don Ramón
Jové Mercader y Familia, empezando por su hija María Ángeles, por
haberme brindado la ocasión de
evocar la figura de Juan XXIII.
Gracias a unos y a otros por sentirse partícipes de mi sentida y
humillada insuficiencia para hacer revivir con aproximación la figura
del -bajo aspectos esenciales- mejor y más amable Papa de la Historia.
Se habrán dado cuenta, pese a mi escasez en la exposición, de mi
convicción de que
ningún Pontífice Romano penetró con tanta delicadeza en la intimidad del alma de este País que
se llama España. En sus dos viajes, que confesó hubiera querido repetir
con mayor calma, recorrió, santificándolas con sus misas llenas de
devoción, con sus oraciones de peregrino, con la gentileza cristiana de
su corazón, las principales regiones, hoy Comunidades autónomas:
Andalucía, Castilla-La Mancha, Madrid, Euzkadi, Navarra, Asturias,
Galicia, Castilla-León, Aragón, Catalunya... Las visitó con admiración y
gratitud. Las bendijo y dejó empapadas de su santidad.
Creo que ni la España política ni la eclesiástica le reconocieron ni
agradecieron como hubiera sido justo el favor excepcional de su visita.
Han pasado seis largas décadas desde que el predestinado a ser un
inolvidable Papa, humilde, generoso y sencillo,
anduvo por aquí. Les confieso que me conmueve la oportunidad de evocar
conmovido, en el espíritu de esta Fundación denominada Ser el Ser, una
página lamentablemente ignorada de nuestra Historia.
Aquellos viajes, el primero y el segundo, dejaron un poso profundo en
su alma. Hay pruebas de que los revivió con emoción. En un libro que
tuve ocasión de escribir, titulado Juan XXIII: Anécdotas de una vida,
con prólogo de
Don Loris F. Capovilla, localizo un breve capítulo titulado
"Recuerdos de España".
(Recuerdos, se entiende, que acompañaron a Juan XXIII cuando ya era
Papa). En junio de 1961 recibió en audiencia a los reyes de Bélgica
Balduino y Fabiola recién
casados: habían contraído matrimonio el 15 de diciembre del año
anterior. Para Doña Fabiola así evocó Juan XXIII sus recuerdos de
nuestro país:
¡España! ¡Qué visiones encantadoras evoca para mí, Señora, su patria
de origen, que tuve el gusto de recorrer en dos ocasiones! No puedo
olvidar los rostros inocentes de los niños en los que resplandecía una
alegría diáfana, la hospitalidad de las gentes y, de manera especial, la
profundidad del espíritu religioso, que hallaba confirmación en
espléndido florecer de almas consagradas a Dios y a su servicio. Su
patria de origen me ofreció, de veras, un espectáculo edificante que
jamás se borrará de mi recuerdo.
El denominado
Nacionalcatolicismo, que ya venía de atrás, se
manifestó poco cristiano durante los pontificados de Juan XXIII y de su
sucesor Pablo VI. Por eso, casi rechazó la efusividad que hubiera sido
muy sincera, de ambos, aunque aquí nos referimos sobre todo a la del
inolvidable Papa Roncalli. En el libro ya citado Juan XXIII: Anécdotas
de una vida, del que no hago publicidad porque lleva años agotado, se
cita otra evocación hispana por parte del Papa que aquí recordamos.
Llegó, a través de la radio, el 24 de setiembre de 1961, al concluirse
en Zaragoza un congreso eucarístico nacional. Las ondas hertzianas
hicieron llegar, desde Roma, la voz del aquí entonces poco conocido y
seguido Papa Roncalli, diciendo: ¡Españoles todos amadísimos! ¡Cuánto
consuelo recibí, con motivo de mis visitas a España, viendo repletos los
templos, rebosantes los seminarios, y alegres y serenos vuestros
hogares y familias!
Soy testigo de las grandes virtudes que adornan
al pueblo español. Que el Señor os conserve la unidad de la fe católica y
que haga a vuestra Patria cada vez más próspera, más feliz, más
fiel a su misión histórica. Confío estos deseos y esperanzas al
patrocinio de Nuestra Señora del Pilar. Y mientras invoco su mirada
maternal sobre vuestra y mi amadísima España, portadora del Evangelio y
paladín del catolicismo, la bendigo y os bendigo a todos con la efusión
de mi paternal afecto.
Tengo que terminar. Ojalá hubiera aprovechado mejor el tiempo a
disposición. Ojalá hubiera sido capaz de transmitirles una imagen más
cercana y adecuada de un Papa -de un Hombre, Ser humano-
tan digno como fue ¡y permanece siendo! Juan XXIII.
Llegados aquí, mejor que dedicarme a buscar expresiones y palabras
mías con que describirlo, creo ser mejor que les proponga palabras
suyas, que quedan en abundancia, capaces de mantener viva su imagen de
Hombre y de Papa santo. Es posible que algunas les suenen a repetidas.
Pero, aun repetidas, no resultan superfluas. Las pronunció Juan XXIII en
una ocasión especialmente solemne: el
11 de octubre de 1962, inaugurando el Concilio Vaticano II. Las palabras que pronunció en tal circunstancia suenan así:
En el cotidiano ejercicio de mi ministerio pastoral, hieren a veces
mis oídos insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen
de sentido de discreción y de mesura. Tales son quienes,
en los tiempos modernos, no ven más que prevaricación y ruina.
Dicen y repiten que nuestro tiempo, en comparación con los pasados, ha
empeorado, y se comportan como si nada tuvieran que aprender de la
historia, que sigue siendo maestra de vida, y como si, en tiempos de
anteriores concilios, todo hubiese procedido próspera y rectamente en
torno a la doctrina y moral cristianas, así como a la justa libertad de
la Iglesia.
Así sigue: Considero necesario afirmar que
disiento de tales profetas de calamidades,
que siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente
el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el que parece
percibirse un nuevo estilo de relaciones humanas, es preciso reconocer
los arcanos designios de la Providencia divina que, a través de los
acontecimientos y de las obras de los hombres, muchas veces sin que
ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, incluso las
adversidades humanas, redunde en bien de la Iglesia.
Y prosiguió: Constatamos en el paso de una época a otra que las
opiniones de los hombres se suceden, excluyéndose mutuamente unas a
otras y que los errores apenas aflorados se desvanecen cual niebla ante
el sol. La Iglesia se ha opuesto siempre a tales errores, a menudo
condenándolos de toda severidad. Hoy día, sin embargo, la Esposa de
Cristo
prefiere echar mano de la medicina de la misericordia más que de la severidad.
Ella opta por salir al encuentro de las necesidades actuales, dando
muestras de la validez de su doctrina, más que con la condena. No quiere
ello decir que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos
peligrosos de los que convenga defenderse y oponerles rechazo. Pero
están tan claramente en contraste con la clara norma de la honradez, y
producen frutos tan nocivos, que ya los seres humanos por sí mismos se
muestran propensos a condenarlos, y de manera especial aquellos hábitos
de vida que desprecian a Dios y su Ley, la confianza excesiva en el
progreso de la técnica y el bienestar fundado de manera exclusiva en las
comodidades de la vida. El hombre de hoy aparece cada día más
convencido del máximo valor de la dignidad de la persona humana, de su
perfeccionamiento y del compromiso que ella exige. Lo que más vale es
que la experiencia les ha demostrado que la violencia infligida a los
otros, el poder de las armas, el predominio político no contribuyen para
nada a una feliz solución de los graves problemas que afligen al hombre
de hoy.
Fue una fecha histórica la que registró tales inolvidables palabras
brotadas del corazón y de los labios de un Papa excepcional: el 11 de
octubre de 1962. Cierro con otras que fueron casi las del ocaso de su
vida entre nosotros. Don Loris F. Capovilla asegura tratarse de las
últimas escritas por Juan XXIII el 24 de mayo: diez días antes de su
muerte, ocurrida el 3 de junio de 1963. Así suenan: Hoy más que nunca,
ciertamente más que en los siglos anteriores,
estamos volcados en servir al ser humano como tal, y no meramente a los católicos.
En defender, ante todo y en todas partes, los derechos de la persona
humana, y no sólo los de la Iglesia católica. Las actuales
circunstancias, las exigencias de los últimos cincuenta años, la
profundización doctrinal nos han situado ante realidades nuevas. No es
el Evangelio el que cambia. Somos nosotros quienes comenzamos a
comprenderlo mejor. Quien como yo ha pasado veinte años en el Este y
ocho en Francia, puede comparar diferentes culturas y tradiciones, y
darse cuenta de que ha llegado el momento de discernir los signos de los
tiempos, y de aprovechar la oportunidad para mirar hacia adelante.